Fernando Millán Sánchez
Vicepresidente de Lo Rat Penat
Presidente de la Asociación Blasco Ibáñez
El bochornoso espectáculo protagonizado por los separatistas catalanes hace unos días en Bruselas, el corazón de Europa, lanzando insultos contra España y contra los españoles, intentando presentar a nuestro país como un dominio del Fascismo, donde existen presos políticos, donde la democracia está secuestrada, donde se prohíbe a los hombres y a las mujeres ejercer su derecho a la libre expresión, es una imagen que nos obliga a todos a reflexionar, a buscar las causas que han hecho posible que gentes de esa condición hayan llegado a ocupar los puestos de poder que les permiten manipular conciencias y opiniones.
Y la primera causa de la que puedo hablar es del error cometido al redactar nuestra Constitución y al aprobarla. Animados por el deseo de encontrar un consenso total a cualquier precio aceptamos que en España había dos clases de Comunidades políticas: las llamadas Comunidades Históricas, El País Vasco, Cataluña y Galicia, y el resto de Comunidades que aceptaban no contar con las mismas competencias que las anteriores.
Solo Andalucía se rebeló ante el desafuero. Y un hombre valiente, Rafael Escovedo encabezó una protesta colectiva que tras una votación de resultado inapelable, obligó al gobierno a equipararla con las Comunidades Históricas.
Valencia calló. Temerosos sus políticos de su falta de cohesión, de la unidad necesaria para luchar, de la desconfianza en un pueblo que, por desconocer su historia, su preminencia sobre las demás en el discurrir del tiempo, no sería capaz de movilizarse para alcanzar el que sin duda le pertenece.
Y en ese aceptar la diferencia que forzaron los nacionalistas estuvo el origen de lo que ahora sufrimos. Escuchar que los vascos y los catalanes tienen más derechos que los demás. Reformar la Constitución igualando a todas las Comunidades españolas es el primer paso necesario para erradicar el problema del separatismo.
La siguiente causa que es fácil de encontrar hace referencia al egoísmo, al afán de poder de unos políticos capaces de pactar con el diablo si tiene votos suficientes para gobernar.
Y hemos visto como Felipe González y José Mª Aznar, han bailado al son que le marcaban hombres que como Arzallus o Pujol que solían jugar con el miedo que despertaba ETA y Terra Lliure, con la ambición de socialistas y populares capaces de ceder ante cuanto les pedían a cambio de lograr unos votos que le permitieran gobernar.
Y en ese dar permanente al nacionalismo se tuvo que chocar primero con las locuras de Ibarreche, más tarde, más violentamente con las locuras de Artur Mas, el hombre que representando a la burguesía más conservadora fue capaz de pactar con el anarquismo más violento.
En el camino y como prendas, entregaron a los nacionalistas los gobiernos de populares y socialistas aquello que nunca debieron entregar; la educación. La educación en todos sus niveles que es tanto como entregar la llave que abre las puertas de una juventud deseosa de aprender, de cambiar, de seguir las pautas que les marcan los hombres que les enseñan.
Y hemos vivido como en España la lengua castellana, nuestro primer vehículo de cohesión, retrocedía perseguido por los gobiernos nacionalistas empeñados en hacerla desaparecer. Sin ella las puertas de la fractura estaban abiertas.
Combatir al separatismo exige el ejercicio de la generosidad y seguir el ejemplo de otras naciones que antes que nosotros aprendieron la lección. Cada pacto con el separatismo nacionalista que tantas veces se ha repetido, significa, como se ha comprobado en Cataluña, un paso hacia el poder de quienes no tienen más objetivo que destruir un proyecto político que si nació hace más de quinientos años, hunde sus raíces en un pasado de hace más de dos mil años. El sentir hispano lo conocieron Cartago y Roma cuando pretendieron destruirlo.
Hoy se pide el pacto de los partidos constitucionales. Hace tiempo que deberíamos aprender la lección.
Y sólo nos resta hablar de la cobardía y la traición de buena parte de maestros intelectuales, incapaces, por miedo, de generar ese amor a la Patria que hace imposible su destrucción.
La historia empezó con el fin de la Dictadura. Cuando muy hábilmente aquellos que habían sabido esperar, sembraron el odio de toda la juventud española hacia los símbolos que identificaban con la imagen del pasado. La bandera roja y gualda fue identificada como la bandera de los dictadores y el himno sin letra, un ejemplo de los tiempos pasados que había que olvidar.
Y con el despreciar de los símbolos aparecía el despreciar de España, tratando de hacer creer que ese era un nombre que había que olvidar y España pasó a ser el Estado Español que, como escuchamos estos días era la fuerza opresora que impedía la libertad del pueblo.
Y los intelectuales, los generadores de opinión callaron o colaboraron con quienes conocían bien sus objetivos. Y las voces que intentaron avisar sobre la mentira urdida, quienes siguieron defendiendo que la izquierda, el partido socialista como su expresión más exacta, era quien más firmemente había defendido a lo largo de su Historia la unidad de España, fueron callados o difamados.
Y de ese silencio cobarde nacieron los espectáculos contra España y contra lo español. Pitadas públicas, quemas de banderas, insultos permanentes, que no merecieron ni siquiera la repulsa pública de quienes debieron hacerlo.
Cuando se oye la Marsellesa toda la sociedad francesa se pone en pie, la derecha y la izquierda. Cuando suena el himno de los Estados Unidos de América hasta los niños ponen su mano en el corazón.
La mala hierba la ha sembrado el odio contra España del sectarismo separatista. Sólo el amor a España, a los pueblos que la forman, a su proyecto histórico será capaz de arrancarla.