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El autor alerta del peligro que corre el valenciano ante el proceso de asimilación con el catalán, paso previo a su decadencia y desaparición

EMILIO GARCÍA GÓMEZ
DOCTOR EN FILOLOGÍA. PROFESOR JUBILADO DE LA UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Domingo, 27 septiembre 2020

Las actuales condiciones políticas, culturales y lingüísticas de la Comunitat Valenciana nos hacen pensar en una nación mediterránea equivalente a la Großdeutschland, que incluía a Austria. Ese neoimperio, aún no consolidado, llamado països catalans -expresión nacida en el siglo XIX-, se asienta sobre unas supuestas bases históricas que chocan con la configuración del Reino de Valencia en la época musulmana. Nunca se ha intentado en Zaragoza restaurar la vieja Corona de Aragón basándose en agotadas coyunturas históricas. Aunque hay destellos de catalanismo en lo que llaman «la raya», la franja, el panaragonesismo no existe. Aragón, Cataluña, Baleares y Valencia siguen siendo Aragón, Baleares, Cataluña y Valencia. Al menos por ahora.

La transformación sufrida en estas tierras ha obligado a plantear qué cosas unían y separaban en el pasado a sus habitantes y qué les une y separa actualmente. El historiador Ubieto, antiguo profesor mío, por breve tiempo, en Zaragoza, asumió en su cátedra de Valencia algunos riesgos por defender su postura académica sobre el asunto. Sin embargo, el activismo pancatalanista no renuncia a la unificación de gran parte de la antigua Corona de Aragón basándose en unos supuestos rasgos comunes, esencialmente el idioma. El mismo argumento que llevó a Alemania, desde la Edad Media hasta el siglo XX, a intentar anexionarse partes de Europa con población germano hablante.

La lengua se ha convertido en uno de los grandes activos para la asimilación de poblaciones enteras por razones políticas y acaso económicas. En Valencia sigue adelante el movimiento de sustitución cultural y lingüística basándose en el efecto de la similitud y la retórica de la equivalencia de identidades, algo muy discutible. El intento de unificar el gallego y el portugués, conocido como reintegracionismo, es una imagen en espejo de lo que sucede en Valencia. El activismo catalanista, embriagado por su narcisista barcarola, sigue su marcha hacia la asimilación territorial, cultural y lingüística de lo que fueron los reinos de Valencia y Mallorca, un fragmento de Murcia y dos o tres enclaves en los Pirineos. Alguer es tan residual e irrecuperable como la mítica Neopatria.

Pero cuentan con una nutrida y bien subvencionada quinta columna que va ocupando los centros neurálgicos de la cultura y la educación de las comunidades autónomas arriba citadas. Ojeando los libros escolares de mis nietos, veo que algunos están impresos en una ciudad valenciana, pero tanto sus editores como sus autores son catalanes. Para evitar la expresión «en Valencia se habla catalán», utilizan el eufemismo «nuestro idioma». Un ejercicio de prestidigitación textual que se evitaría adoptando contenidos libres de evangelismo político.

Hace unos cuantos años asistí en Louisville (Kentucky) a un simposio sobre revitalización de las lenguas indígenas. Alguien -un ignorante, sin duda- se refirió al catalán como un idioma en peligro de extinción, casi a nivel tribal como el maorí, el lakota o el arapaho, aunque en las actas se cambió la argumentación, considerándolo como idioma en crecimiento, al igual que el vasco. La variante romance del valenciano pasó desapercibida. «Lo que no veo no existe», debieron alegar. El autor de una de las ponencias, Stan J. Anonby, atribuyó la precariedad de las lenguas aborígenes a motivos múltiples. Entre las causas del desgaste lingüístico que mencionaba Anonby se hallaba el desinterés de la población por cultivar una lengua disfuncional frente a otra más poderosa. Por ejemplo, según sus fuentes, el pueblo bereber concede prioridad al árabe «porque éste da de comer», viendo su propio idioma como algo utilitario, algo que despierta cariño pero resulta insustancial en el desfiladero de la vida. Del mismo modo se alegaría interesadamente que la población valenciana rechaza su idioma en beneficio del castellano, el catalán o el inglés como lenguas de mayor prestigio y utilidad.

Algo puede hacerse para evitar el deslizamiento hacia la nada: reforzar el sentimiento de solidaridad entre semejantes. La catalanización que emerge cada vez con mayor frenesí en la Comunidad Valenciana, gracias a las subvenciones de la Generalitat catalana y las de la propia Generalitat Valenciana, sólo puede ser reducida mediante contrapesos. Algunas instituciones lo vienen intentando con más o menos éxito, aunque todo esfuerzo es insuficiente. La RACV se ve obligada a competir, en vez de colaborar, con la AVL. Sería mejor unir esfuerzos para potenciar la personalidad de los valencianos y las peculiaridades de su medio de expresión lingüística y cultural. No tiene sentido tratar de convencer a un valenciano de que habla catalán, como tampoco a un ucraniano de que habla ruso. La identidad va más allá de la lengua.

Me queda un último punto que mencionar: el refuerzo de las variantes lingüísticas locales. En todo el mundo, y también en España, se invierte mucho dinero y energía en revivir, consolidar, normativizar y normalizar las hablas y dialectos locales como el astur-leonés, los bables, las variantes

gallegas, extremeñas, aragonesas y andaluzas. No me explico por qué se rechaza ese mismo movimiento para reforzar el valenciano en lugar de condenarlo al eclipse. No estoy preparado para argumentar sobre las raíces y la evolución del valenciano respecto al catalán. La RAE menciona ‘in passim’ el dialecto como «variedad de un idioma que no alcanza la categoría social de lengua»; Weinrich lo expresó antes con más claridad: «Lengua es un dialecto con ejército y armada». En consecuencia, mientras Valencia no se rearme (pacíficamente) contra el catalanismo, corre el riego de acabar en la más absoluta decadencia.

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