Hace unas semanas un cuate de la infancia compartió conmigo un enlace que me llevó a una página electrónica sita en la Comunidad Valenciana en la que, en perfecto catalán normativo, se loaba la singular belleza del Misterio de Elche y se describían las muchas peculiaridades que tendría la representación de este año debido al peligro de rebrote de la enfermedad del coronavirus. Leí esta página con fruición y placer. Me parecía estar en la nave central de Santa María, elevándome al son de voces bien angelicales, bien varoniles. Nací en Elche, aunque por motivos laborales hace años que resido en Alicante. Sin embargo, el placer se volvió confusión cuando llegué a la frase siguiente: “el text consta de 259 versos, gairebé tots en català, excepte un salm i alguns versos en llatí.” Dispuesto a desentrañar el misterio, esta vez en minúsculas, recorrí la página con rapidez hasta llegar al final y salí de dudas. Bien claro lo pone: “Amb el suport de la Generalitat de Catalunya, Departamènt de la Presidencia.” Y junto a esta leyenda, el emblema del gobierno catalán. Me puse en contacto con mi cuate, catalanista en Alicante para más señas, con el fin de comentar la jugada y me espetó la tan manida frase de que la lengua es la misma desde la Junquera y Port-Bou hasta Orihuela. Sólo le falto añadir: “Así que ajo y agua.”
No entro en si la lengua es la misma o no. Cualquier idioma en uso, especialmente en uso oral, vive en variantes locales, comarcales, provinciales, regionales. Si no fuera por la influencia de las fronteras geopolíticas sería muy difícil aquilatar exactamente en qué isoglosa el alemán se convierte en holandés o viceversa y esta misma incertidumbre afecta a menudo a las lenguas que tienen un origen histórico común—en este caso, el latín—y que se hablan en territorios limítrofes del mismo país. Por dicha razón, me parece una melancólica pérdida de tiempo debatir si lo que la gente habla en Cadaqués y en Crevillente es el mismo idioma. Lo que sí me parece grave es socavar insidiosamente el derecho que la Constitución concede a cada comunidad autónoma de llamar como a la gente le parezca mejor el idioma que comparte oficialidad con el español en dicha comunidad, decisión que debería merecer cuanto menos deferencia y respeto especialmente entre vecinos. ¿Que son la misma lengua? Supongamos que así fuera. Ahí los catalanistas de Cataluña y de fuera de Cataluña tienen una oportunidad única de mostrar que van de buena fe y que priman de verdad la unidad de la lengua por encima de afanes anexionistas. Basta con modificar una palabra. El artículo 6 del vigente Estatuto de Cataluña dice (traduzco): “La lengua propia de Cataluña es el catalán.” Bien. Tengan un gesto. Sean coherentes con sus convicciones y enmienden esta frase para que diga: “La lengua propia de Cataluña es el valenciano.” ¿No afirman que se trata de la misma lengua? ¿Vamos a enzarzarnos en estériles debates nominalistas? Con solo eso mostrarían sensibilidad y desmentirían con hechos las pretensiones que se les atribuyen. Pero no ¿verdad?
Que la lengua sea la misma o no a ellos les importa un pimiento. Es la excusa filológica con la que pretenden ocultar sus auténticas intenciones. Lo que de verdad les importa es crear en la Comunidad Valenciana la sensación de dependencia, de inferioridad, de irredentismo, de anda, pero si somos catalanes y no nos habíamos dado ni cuenta. Y están pisando el acelerador para que no se les escape la coyuntura política. En el momento en que uno reconoce que la denominación de su lengua debe derivar del nombre de la región vecina, sin que le asista el derecho de nominarla según el título de su propia región, ha abatido una defensa fundamental contra el anexionismo. Todo proceso de absorción política que quiera parecer indoloro comienza por un proceso de absorción cultural. En esas estamos. Viene en la historia.
José A. Álvarez Amorós
Catedrático de la Universidad de Alicante