José Gabriel Campo
No me sorprenden nada las reacciones al tema del valenciano / catalán, ni los argumentos que se invocan. Digamos que ya he pasado por esta discusión alguna otra vez, y sé perfectamente las teclas del piano que se han de tocar para que de repente la parte catalana enmudezca o se despida entre un rosario de insultos. Pero bueno, el asunto se ha puesto de actualidad y por una vez hasta en el resto de España se han enterado de que existe un problema (más que) lingüístico entre la Comunidad Valenciana y Cataluña, de modo que comencemos de cero en favor de quienes no sepan absolutamente nada del caso, o muy poco.
Es habitual decir que las diferencias entre el valenciano y el catalán son más o menos las mismas que p.ej. entre el español y el mexicano. Es un argumento tan ingenioso como recurrente, ingenioso por su «plasticidad fonética» y recurrente por simplón, pero en definitiva es más falso que un euro de madera. La razón de su falsedad estriba en que tal comparanza omite el hecho capital de que ese catalán y ese valenciano tan similares son lenguas en gran parte artificiales, producto de normalizaciones forzosas. Ambas lenguas quieren sujetarse a las «Normes de Castello» de 1932 para fundirse en una sola: un valenciano catalanizado o un —válgame el cielo, cuánta arrogancia— catalán valencianizado. Lo interesante, lo productivo, sería comparar las lenguas prenormalizadas, es decir, lo que hablaba el pueblo y escribían los eruditos antes de que los políticos metieran su nariz en el pastel, o comparar las «Normes de Castello» con las «Normes d’El Puig», pero eso, naturalmente, nadie lo hace. Hacerlo implicaría romper el espejismo y admitir que Pompeu Fabra manipuló, inventó y, casi a juego con su apellido, fabricó el catalán que actualmente hablan por TV3 (el barcelonés) con el ánimo fijo en desespañolizar el catalán (entiéndase ésto bien: muchas voces catalanas, sin influencia española, eran muy similares a sus equivalentes españolas, habiendo seguido una derivación similar del romance previo; pero Pompeu Fabra hurgó en vocabularios antiquísimos o en poblachos perdidos con tal de encontrar un arcaísmo que no se pareciera al término que usualmente se hacía servir en catalán, y todo por desespañolizar el idioma hasta en las apariencias; de hecho, cuando no podía recurría a galicismos y anglicismos; es bien conocido que la sintaxis catalana y la castellana, a principios del s. XX, eran espantosamente iguales, y la gente del L’Avenç procuró disimular tal coincidencia con toda clase de artificios, como p.ej. eliminar complementos directos, omitir preposiciones y demás).
Antes de ser el «gran reconstructor de nuestra nación» (la catalana), como ha sido llamado frecuentemente, Pompeu Fabra reconocía, sin embargo, que el valenciano moderno era otra cosa que el catalán. Fue ponerse a reconstruir la nación y parió la burra. Porque sí, introdujo cambios ortográficos (suprimió haches intercaladas y finales, cambió la conjunción y por i, suprimió el uso de los grupos tg y tj en final de palabra, excomulgó el dígrafo africado ch en beneficio de una fricativa x, adoptó las eles germinadas (l.l) como sustituto de prácticamente todas las elles (ll), prefirió amb a en, cambió en todos los sufijos -isar la s por tz, etc.); porque sí, introdujo acentos gráficos nuevos (antiguamente ni el catalán ni el valenciano se acentuaban); porque sí, hizo política con la lengua. No quería/n normalizar una o dos lenguas sino construir «uns països» que nunca han existido históricamente.
Por lo que una normalización tiene de capricho político, todo ejercicio comparativo de ambas lenguas, tanto gramático o sintáctico como lexicográfico, ha de beber pues en fuentes anteriores. Y entonces los parecidos entre ellas, como por ensalmo, se desvanecen. ¿Ejemplos? Baste considerar que incluso tras la normalización el principal verbo de un idioma (el verbo ser) se conjuga y pronuncia de modo diferente en valenciano que en catalán, o que uno usa el verbo estar para significar «estar» (ya estic aci) y el otro, en cambio, el verbo ser para significar también «estar» (ja soc aquí); que los números se escriben y pronuncian de modo diverso (dos / dues, huit / vuit, deneu / dinou, millo / milio); que los pronombres no son iguales (mosatros, vosatros / nosaltres, vosaltres); que los artículos son distintos (este / aquest, eixe / [sin equivalente]); que muchas preposiciones no se parecen (en / amb, en / a); etc. Y eso por no entrar en el léxico, donde las discrepancias son literalmente miles. ¿De qué modo eliminar tantas evidencias secesionistas? Pues naturalmente añadiéndolas al «Gran Diccionario de la Lengua Catalana». Que es como si al diccionario de castellano añadiéramos todas las voces latinas: ¿quién podría entonces negar que el latín y el castellano son una y la misma lengua? ¿Qué, parece forzado el ejemplo? ¿Huy, joder, cómo exageras? Quien así lo piense ignora que cuando España era tan imperialista respecto del mundo como hoy es Cataluña respecto de la Comunidad Valenciana (y las Baleares), gramáticos hubo que hacían descender el latín del castellano. Luis de la Cueva, Diálogos de las cosas notables y lengua española (Sevilla, 1603):
«Los latinos tomaron letras de los de España, y todas las palabras que son comunes a españoles y latinos, es más probable los latinos haberlas tomado de España».
Yendo a la Historia prepompeyana, ay caray, se descubre un fenómeno lingüístico curioso: resulta que hasta la «Renaixença» (el Renacimiento catalán, mediados del s. XIX, movimiento tanto político como literario), a nadie se le había ocurrido que el catalán y el valenciano (y también el mallorquín) fueran la misma lengua. Qué va. Ningún científico había descubierto algo que «ahora» —o para ser más exactos, desde la invención del esoterismo Països Catalans por parte de la Renaixença— es tan evidente. Por el contrario, el consenso científico durante siglos había sido que las tres lenguas mencionadas procedían de una anterior, el llemosí, una especie de romance derivado a su vez del latín. El consenso científico prenormalización era también que catalán y valenciano eran lenguas distintas. Esta afirmación no era propia de mindundis iletrados o asquerosos fachas españoleros, no. La sostuvieron insignes lexicógrafos como Cabanilles o Covarrubias (que vivió tanto en Barcelona como en Valencia); escritores como Cervantes; reyes como Felipe II, que disponía de un traductor de lengua valenciana (el marqués de Denia) para los documentos oficiales. Y un sinfín de nombres más, todos anteriores a la Renaixença, o sea, anterior a la política nacionalista catalana y pancatalanista inspirada por la unificación de Italia y el pangermanismo alemán (enamorados del Reich hasta el punto de considerar que los catalanes eran arios… (sic) [L´Avenç, abril 1893, p.ej., y bastantes ejemplos más]).
Pero ahí, en la Historia, es donde duele: que el valenciano sea, ejem, un dialecto del catalán y que haya conocido un Siglo de Oro (Joanot Martorell, Ausias March) anterior en varios centenares de años al de su madre; que sea su dialecto y que haya producido la primera biblia vernacular en España; que sea su dialecto y que el nombre esté atestiguado siglo y pico antes que el de su mamá (1362); que sea su dialecto y fuera hablado por Papas (Alejandro VI: Borja, de Gandía, más conocido por el italianizado Borgia) que recurrían a intérpretes para entender documentos catalanes; que sea su dialecto y que la primera imprenta peninsular se ubicara en Valencia, o la primera fábrica de papel en Játiva; que sea su dialecto y conociera la edición del primer diccionario bilingüe impreso de una lengua románica (Liber elegantiarum, escrit en latina et valentiana lingua, 1489); que sea su dialecto y no queramos ser parte de su imperio ficticio. O todo dolerá, sencillamente, porque el Reino de Valencia existió bastante antes que cualquier idea nebulosa de una unidad política catalana com cal.
Me dejo mucha pólvora, antiquísima y modernísima. Puede ser entretenido, si tienen ustedes la amabilidad de evitar impro