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BONIFACIO Y EL HISPANISTA

By 6 mayo, 2018mayo 10th, 2018Artículo, Bruno

Bruno

Colaborador del Patronato

En primer lugar, mostrarle mi admiración y profundo respeto por su obra. La conocí por casualidad cuando cayó en mis manos su, para mí esencial, 40 preguntas  fundamentales sobre la Guerra Civil. Desde entonces procuro leer todo aquello que sale de su pluma y que está a mi alcance; físico e intelectual. Su literatura es suave y amena, cargada de datos y riquísima en bibliografía. Por otro lado, no puedo dejar pasar la oportunidad de darle mi enhorabuena por su En defensa de España: desmontando mitos y leyendas negras. Es gratificante y esperanzador saber que usted pertenece al colectivo de historiadores que contraría al establishment de la «memoria histórica» y que combate, por tanto, ese presentismo que pretende destruir su historicismo militante. Sepa que ambos conceptos los conozco gracias a la lectura apasionada de su obra, así como el imprescindible de «fascismo frailuno», ese que tan brillantemente condensa en dos palabras el pensamiento joseantoniano que terminó por instrumentalizar el general Francisco Franco. Pero el motivo de esta tribuna no es la de «darle jabón» o «dorarle la píldora», aunque vive Dios que bien lo merece.

En estos días estoy leyendo su  La España imperial: Desde los Reyes Católicos hasta el fin de la Casa  de los Austria. Como siempre, la lectura fluye con suavidad. Sin embargo, algo ha interrumpido abruptamente mi hojear incesante. Escribe: «El rasgo fundamental de  la nueva cultura católica en España fue el estudio de la Biblia; ya en fecha temprana como 1478 se había publicado en Valencia una traducción de la Biblia al catalán, la primera traducción completa que se hacía en una lengua vernácula occidental».

Bien, usted en buen conocedor de los diferentes caracteres que definen a los pueblos que conforman España, y si algo nos caracteriza a los valencianos es la defensa férrea, en ocasiones visceral e iracunda, lo admito, de nuestra singular identidad, pero no con la excentricidad del nacionalismo catalán, sino con un empuje que no supera los límites razonables del regionalismo. Sin entrar en disquisiciones lingüísticas «occitanistas» ,«mozarabistas»  o «repoblacionistas» (dialectalistas), controvertidas y de parte casi siempre, querría exponerle, con toda la humildad del mundo, una duda que es reflexión al mismo tiempo: ¿Por qué los literatos valencianos de finales del Medievo y principios de la Edad Moderna, incluidos los del Segle d’Or, no eran conscientes de su supuesto parlar catalán apenas transcurridas dos centurias desde que sus ascendientes -colonos catalanes en su mayoría a decir de la Teoría de la Repoblación- llegaran, junto a Jaime I de Aragón, a tierras de la Balansiya musulmana y fundaran el Reino cristiano de Valencia? ¿Amnesia colectiva o una inconsciencia que dejaba involuntariamente para posteriores investigaciones científicas la resolución de la cuestión? Si las manipulaciones del archivero Próspero Bofarull perpetradas sobre el Llibre del Repartiment o, más importante, el descubrimiento de tales manipulaciones por parte del convenientemente «depurado» por el catalanismo de su época, el catedrático de Historia y Filología Medieval Antonio Ubieto, no existiesen, nos encontraríamos en un escenario interpretativo completamente diferente.

Mosén Bonifaci Ferrer, ilustre cartujo y hermano del no menos ilustre dominico y santo Vicent Ferrer, escribió en el colofón de su Biblia Valenciana publicada en 1478:

(…) Acaba la Biblia, molt vera e catholica, treta de una Biblia del noble mossen Berenguer Vives de Boïl, cavaller, la qual fon trelladada de aquella propia que fon arromançada, en lo Monestir de  Portaceli, de lengua latina en la nostra valenciana, per lo molt reverend micer Bonifaci Ferrer (…)

Algo más de un siglo después, en la segunda mitad del siglo XVI, el también valenciano Joan de Timoneda publicaba una recopilación y adaptación al castellano de las novelle italianas, El Patrañuelo. Como presentación de la obra, una deliciosa Epístola al amantísimo lector:

Una fengida traza, tan lindamente amplificada y compuesta que parece  que trae alguna apariencia de verdad. Y así, semejantes marañas las  intitula mi lengua natural valenciana rondalles (…)

Son tantísimos los ejemplos, testimonios de la profunda conciencia de la valencianidad de la lengua, que me limitaré únicamente a la exposición de éste último.

Es ahora que a los valencianos, fruto de nuestra empecinada resistencia al proceso de catalanización contemporáneo, se nos permite, en términos coloquiales y con displicencia, diría yo, denominar a la lengua vernácula «valenciano»; lo que es lo mismo, así se nos «autoriza» a denominar al «catalán hablado en Valencia». Por otro lado, en un plano puramente jurídico, el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana, ya en tiempos tan tempranos como en 1982, positivó en su artículo 7.1 que «Los dos idiomas oficiales de la Comunidad Autónoma son el valenciano y  el castellano. Todos tienen derecho a conocerlos y usarlos». Más tarde, en el año 2006, el mismo Estatuto, ya reformado por la Ley Orgánica 1/2006, estableció en su artículo 6.1 que «La lengua propia de la Comunitat Valenciana es el valenciano». Éste es el éxito de una sociedad que logra imponer su voluntad, nacida de una conciencia y acervo colectivos, a los intereses políticos que, ahora, se han demostrado espurios. El concepto de unitat de la llengua catalana ha sido una herramienta que no buscaba, como impostadamente se pretendió, la preservación de un rasgo cultural, sino la destrucción de un esquema nacional, España, para la imposición de otro, los «Países Catalanes». Recuerde la inefable sentencia que rezaba, «si hablan alemán es que deben ser alemanes» que justificó la anexión (Anschluss) de Austria a la Alemania del III Reich. La lengua se ha utilizado, y se utiliza actualmente, también en las Baleares o Navarra, como instrumento de ingeniería social.

La conclusión de mi reflexión, y vuelvo a dejar a un lado las disquisiciones filológicas, es que la relación entre las lenguas propias de los territorios de la antigua Corona de Aragón debería ser, en el escenario más desfavorable para el mal llamado «secesionismo lingüístico», idéntica a la establecida, en todos los ámbitos, entre la portuguesa y la gallega: Ambas pueden pertenecer a un mismo tronco lingüístico, pero se respeta la autonomía, nominal también, de cada una con respecto de la otra.

Este escrito se lo envío con sinceras reverencia y admiración, sí con atrevimiento pero nunca con el ánimo de ofender su cátedra o de caer en la impertinencia.

Publicado en Las Provincias el 24 de abril de 2018