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Ya sabemos las discusiones que genera la idea de que el valenciano es en realidad catalán. Estas discrepancias han llevado a defender ciertas reglas idiomáticas sobre la lengua, las de «Castelló» de 1932 o las d’El Puig», las unas procatalanistas, dicen ser las mismas lenguas, y las segundas valencianistas, son lenguas diferentes.

La idea catalana de crear unos Països Catalans ha de hacerse con la ayuda de una lengua común. Si falla esto, falla el expansionismo nacionalista. Por ello esa inquina contra el chapurriau, y por eso pretender que hablamos catalán en Aragón. Vivimos los aragoneses entre dos potencias, Cataluña y el Reino de Valencia, y conviene saber a quién dar la mano. Respecto a ello, dos ideas que creo interesa saber.

Hasta la «Renaixença», el auge del nacionalismo catalán del XIX, a nadie se le había ocurrido que el catalán, el valenciano o el mallorquín fueran la misma lengua. Y el chapurriau o el fragatino lo mismo. Por el contrario, el consenso científico durante siglos (siglos!) había sido que las tres lenguas mencionadas procedían de una anterior, el llemosí, un romance occitano derivado del latín. El consenso científico prenormalización era también que catalán y valenciano eran lenguas distintas, y así lo entendía Cervantes, Cabanilles, Covarrubias, el propio Felipe II, que disponía de un traductor de lengua valenciana (el marqués de Denia) para los documentos oficiales. Parece claro que la forma de hacernos a todos catalanes es obligarnos a entender que todos parlem catalá. Esta idea por sí sola no basta si no entendemos que detrás existe una idea nacionalista, una independencia de España, la que «ens roba».

En segundo lugar, la Historia, que nos dice que el valenciano conoció un Siglo de Oro (Joanot Martorell, Ausias March) anterior en varios centenares de años al de Cataluña, y que publicó la primera biblia vernacular en España. Que el nombre de valenciano tenga referencias desde 1362, o que fuera hablado por Papas (Alejandro VI: Borja, de Játiva) que recurrían a intérpretes para entender documentos catalanes. Que la primera imprenta peninsular se ubicara en Valencia, o la primera fábrica de papel en Játiva, y que la edición del primer diccionario bilingüe impreso de una lengua románica fuera en 1489 (Liber elegantiarum, escrit en latina et valentiana lingua).

Harían mal nuestros amigos valencianos en dejarse engañar en ese monumento a la estupidez de los países catalanes, teniendo como tienen una historia con mayúsculas, plena de cultura y tradición propias.

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